El recóndito pueblo de Alto Calílegua, donde la urna llegó en mula tras una travesía de 8 horas

Tras atravesar selvas, bosques y pastizales de neblina, la única urna llegó a la escuela 130 Alto Calilegua, donde el padrón registra apenas a 25 ciudadanos.

Nacionales15/11/2021EditorEditor
mulas

Luego de una travesía en mula de 8 horas a través de selvas, bosques y pastizales de neblina, la única urna llegó laboriosamente a la escuela 130 Alto Calilegua, un recóndito pueblo jujeño de paisajes fantásticos que cambian como una alucinación ubicado a 3.000 metros de altura, donde el padrón registra apenas a 25 ciudadanos, con dos agregados.

Las hermanas Pamela y Ximena Fernández (24), nacidas en este pueblo, recibieron a las 8:20 el voto de Claudia Flores, otra joven como ellas que corporizan el gran problema de Alto Calilegua: la emigración, el desarraigo por la falta de trabajo y, ahora, una escuela cerrada.

"Nací en este pueblo, estudié en esta escuela, y me da pena lo que está pasando. No tenemos apoyo y la escuela está cerrada, mandaron a los alumnos a otro lado", declaró la primera votante.

Antes de emitir su voto, pasó por el control de salud de Desiderio Arias (47), enfermero que llegó en la noche del sábado desde Valle Grande luego de subir 8 horas abriéndose camino a los machetazos, por un camino sin cuidados.

En el pueblo están en pie unas 60 casas de adobe y piso de tierra, algunas con paneles solares, todas con cocina a leña, ninguna con heladera ni televisión. De todas esas casas, solo una está habitada todo el año.

La urna, a cargo de Hugo Orlando Palma, de la sede Libertador General San Martín del Correo Argentino, subió con la custodia del sargento baqueano David Zerpa, y del soldado Gutiérrez, y fue recibida por la portera de la escuela, Irma Flores, única funcionaria de una escuela que no tiene estudiantes.

Estos militares, antes de partir desde San Francisco, formaron ante el jefe antes de montar a los animales recién ensillados y recibieron una arenga.

"Las armas, descargadas. Si veo un puma, no disparo. También custodiamos el ambiente", lanzaba Juan Alberto Caballero, jefe de sección Baqueanos del Regimiento de Infantería de Montaña 20 de San Salvador. Luego le diría a Télam: "Ahora tenemos otras misiones además de custodiar las urnas".

La formación salió a las 9.30 del sábado desde la casa de Lalo Cruz, uno de los primeros en advertir el tesoro turístico de la zona, al ver que forasteros quedaban con la boca abierta ante algunos de los cambiantes paisajes y terrenos de la yunga.

Atractivos turísticos sobran. En un trayecto corto en kilómetros, unos 25, pero largo y extenuante en tiempo -8 horas de ascenso en mula y caminata-, el paisaje cambia como si se tratara de estaciones.

En Parques Nacionales los llaman pisos o franjas de vegetación. Arranca en San Francisco con la selva montana donde se distinguen los inmensos robles o tipas, una suerte de sinfonía escrita en pentagramas de distintas dimensiones que puede tomar uno u otro matiz de acuerdo a la luz que dejan pasar las nubes, o la fuerza del viento.

A los 40 minutos de la travesía, en la Cruz Mayor, sobre los 1500 metros, se comienza a atravesar el bosque montano, húmedo y fresco. Es la parte Disney de la travesía: hongos diminutos, pequeñas mariposas de alas negras con pintas blancas, árboles como el molulo, de flor blanca, y la barba del monte, unos pelos verdes que cubren y cuelgan de los árboles. Es una zona también de cierta oscuridad.

En la segunda parada de la comitiva que lleva la urna, Pino Hachado, ya a 1.700 metros, el guía Santiago -uno de los hijos del legendario baqueando de la zona, Lalo Cruz-, las piernas cubiertas con un guardacalzón como los que usaban los gauchos de Güemes, arma un hueco en la tierra para hacer una ofrenda a la Pachamama.

Lo explica: "Esto se hace el 1 de agosto, pero la gente del norte acostumbramos a hacerlo seguido, en otros momentos. Es dar gracias y pedir permiso. Encomendarse".

Y entonces cada uno de los miembros de la comitiva, a su manera, se van turnando en la ceremonia. Algunos dicen unas palabras, otros se arrodillan, otros tocan la tierra y el tronco de un árbol. Hojas de coca, un poco de vino y unos puchitos prendidos y plantados desde el filtro como velas son la expresión material de un momento espiritual.

Tal vez un poco tocados por esa ceremonia, tal vez por el trabajo de hacer caminar a las mulas, o el sol que pega, el viaje se hace más callado.

En la parada El Pinito, a 2000 metros de altura, a dos horas y media de San Francisco y 4 de Alto Calilegua, se come los restos de un asado criollo, se acomodan las caderas y las piernas, y ya se entra a lo que algunos llaman nuboselva.

Son las nubes las que entran a uno, en realidad, si se abre bien la boca. Entran, salen, pasan de costado, desaparecen. Envuelven a las pircas que aparecen en el camino, corrales de piedra. No dejan ver nada a más de 50 metros y los compañeros de viaje son ahora figuras fantasmagóricas.

A poco de pasar una encrucijada, el único cartel del camino que indica dos opciones: Tres Morros o Alto Calilegua, las neblinas, portales a otra dimensión, de pronto se esfuman y los cascos de las mulas resuenan contra unas piedras.

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