

La semana pasada, en un fallo de enorme trascendencia institucional, la Corte Suprema se expidió en el caso donde se investiga la conducta de Donald Trump tras perder las elecciones del 2020: al líder del Partido Republicano se lo acusa de haber realizado una serie de maniobras destinadas a poner en duda la transparencia de los comicios y, así, no reconocer su derrota. La mayoría de la Corte estableció que el presidente tiene inmunidad penal (lo que implica que no puede ser perseguido ni condenado) respecto de todas sus acciones realizadas en carácter oficial. Las acciones oficiales son tanto aquellas que son propias y exclusivas del Poder Ejecutivo porque así lo establece la Constitución, como aquellas en las que el Ejecutivo actúa por delegación del Legislativo. Las acciones no oficiales son las que se ejercen por fuera de la autoridad constitucional o legal del Ejecutivo.
El aspecto más comentado del fallo fue la protección que le otorga al titular del Poder Ejecutivo. Es que no sólo blinda sus acciones oficiales, sino que, para distinguir acciones oficiales de no oficiales, no permite invocar los motivos por los que se llevó a cabo una acción. Esto podría generar situaciones tales como que un indulto dictado a cambio de un soborno no pueda perseguirse: el indulto es una decisión oficial y el motivo (el soborno) no podría invocarse para sostener lo contrario. Este grado de inmunidad es insostenible constitucionalmente (pueden ahondar en eso aquí y aquí, entre muchos otros lugares), pero no es esto lo que aquí me interesa. Lo que me parece más relevante para el contexto argentino y latinoamericano es la justificación que la Corte le da a la inmunidad presidencial.
La Corte estadounidense deja en claro que la inmunidad presidencial no protege a la persona del presidente, sino a su cargo. No se trataría, entonces, de un privilegio, sino de una forma de preservar el funcionamiento del Estado. Para fundamentar esta posición, la Corte repasa el rol que los constituyentes pensaron para el Ejecutivo: es un poder diseñado para actuar de modo rápido, enérgico y decidido, frente a los desafíos constantes que supone administrar un país. Por eso es el único poder concentrado en una sola persona, el presidente, y el que más grado de discrecionalidad tiene en su accionar.
Según los cortesanos, estas funciones no pueden ejercerse si, al momento de optar por un curso de acción, además de ponderarse qué es lo mejor para el país, se piensa en las posibles consecuencias legales que podría tener tomar una decisión en lugar de otra: el temor a una posible persecución penal haría imposible actuar con coraje y sin titubeos, características esenciales en un presidente. En la misma línea, la Corte señala que ocuparse de un constante escrutinio penal tiene el efecto de distraer a un mandatario de lo que requiere toda su atención: gobernar. Es interesante notar que ya en 1982 la Corte estadounidense había establecido la inmunidad del presidente ante juicios civiles por motivos similares. La Corte actual retruca e indica que si una potencial responsabilidad patrimonial puede tener efecto disuasivo en un presidente, mucho mayor será el efecto de un proceso penal.
Es interesante notar que, a la hora de perseguir delitos de funcionarios públicos, nuestros jueces utilizan argumentos inversos a los de la Corte estadounidense. Muy brevemente, la concepción que prima es que para evitar excesos en el ejercicio de poder de nuestros gobernantes es necesario fijar estándares que los sometan a una vigilancia legal constante. Lejos de cualquier inmunidad, cuando se trata de funcionarios públicos, muchas veces se relaja, o hasta invierte, la presunción de inocencia; se dictan prisiones preventivas por motivos que no operan en otros casos; y se aplican innovaciones procesales que impulsan la persecución aun a riesgo de errores graves, como pasa con la figura del arrepentido.
Desde mi perspectiva, ni la aproximación de la Corte estadounidense ni la de nuestra justicia federal pueden brindar resultados satisfactorios si no dialogan entre sí. Es evidente que un gobernante no puede tener una inmunidad cuasi monárquica, que haga impune decidir a cambio de coimas. Pero también está claro que el efecto disuasivo de perseguir sin ton ni son existe, y es corrosivo para el funcionamiento del aparato estatal. La historia reciente nos ha mostrado qué pasa cuando, para usar términos criollos y actuales, los funcionarios no quieren usar la lapicera por miedo a la persecución penal: para muchos, el gran déficit de la gestión 2019/2023 no fueron sus errores, sino sus constantes titubeos y vacilaciones. Si el miedo paraliza al Estado, las consecuencias de la inacción las sufrimos todos. Para el futuro, el desafío es construir sistemas que permitan la rendición de cuentas pero que no frenen las lapiceras.
MA/JJD


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