Opinión de Juan José Becerra
El discípulo es un joven entrevistador español que confía en su inteligencia flaca y en engordar su inteligencia con las grasas saturadas de la mente. El maestro, maduro, viene de los bosques cerrados de la experiencia y distribuye palabras grandes en el silencio ensombrecido para dar un clima de sabiduría.
Entonces, unta con pasión griega la recepción del alumno. Le habla de la Vida, la Muerte, el Tiempo, el Conocimiento, el Amor, la Paciencia. Y luego (por algo es un maestro) construye a cal y canto una tremenda pausa para esculpir en el aire sus genialidades.
Estamos esperando el “tráfico” de prestigio. Un “como dijo Spinoza”, “como dijo Kierkegaard”, “como dijo Santo Tomás”, “como dijo Confucio”. Pero la pausa se termina y el maestro le pregunta al alumno, para deslizar luego algún ejemplo pescado en la cima de la montaña de la que cada tanto baja: “¿Conoces a Winnie Pooh?”.
La escena tiene la marca típica del trasvasamiento religioso. Ante un voto de confianza, admiración o desesperación se puede decir cualquier cosa. Si en los textos sagrados el régimen que abunda es el de lo inverosímil, lo hiperfantástico, el delirio mitológico que deriva en la realidad imposible a la que se le tiene fe, ¿en qué verso podría no creerse?
El documental sobre Leonardo Cositorto, El vendedor de Ilusiones, de Matías Gueilburt, disponible en el feed lot algorítmico de Netflix, rastrilla las ruinas de esa fe una vez que desemboca en una crisis de realidad. Los damnificados desfilan con una variante amplia de rencores, pero todos revelan la misma fragilidad de credo. La pregunta autoflagelante es: “¿Cómo no me di cuenta antes de que me estaban estafando?”. El propio Cositorto podría decir (lo dice a su manera barroca): “¿Cómo no me di cuenta de que los estaba estafando?”. Es en nombre de la buena fe que la mala fe cumple sus sueños. En el caso específico de Generación Zoe, la medusa incontrolable de Cositorto, la fe “creada” de un modo evolutivo bajo la presión biológica de la supervivencia (cuya divisa interior ha de haber sido: “invento una estafa nueva para que se olvide la vieja”), se desarrolló en términos de una hiperficción capaz de ya no inventar desfalcos novedosos sino un mundo flamante.
Un mundo nuevo hecho a la medida de su autor, artista del agregado. Para que todo tuviera el rotulo Zoe: las vacaciones, la tarjeta de crédito, los barrios, los bancos, los equipos de fútbol. Vivir en una novela, y si falla, “regenerarla” de inmediato a la manera de una literatura de la necesidad que va creando sobre la marcha aquello que al mundo le falta.
La voz de estrella de ópera de Cositorto se oye “entre” las ilusiones de la civilización y las de la era de las cavernas: “si compran este lote en este barrio se les acreditan tres lotes más en Metaverso”. Es una dinámica de ajuste de ilusiones al alza, bien de dealer de yonquis, destinada a recorrer un espinel de imposibles. Como si la Voz de la Esperanza bajara para decir: “Me concibieron sin mácula, y además voy a morir y resucitar; y además, voy a hacer que el vestuario de Boca nunca más vuelva a ser un cabaret; y además, ablandaré para siempre la mandíbula de Luis Majul embebiendo en Coca Cola sin gas sus engranajes oxidados”.
Si hay una seña ideológica en el universo creado por Cositorto, un ejemplar humano que viene de los fondos más profundos del cuento del tío (vendía libros en la calle), es la de que de una ilusión se sale con otra ilusión. El puente dorado que teje en red el archipiélago de las ilusiones y le da un efecto de continente al programa es lo que los estafadores sociales (y los lectores de esas estafas) llaman “expectativas”, que tanto pueden ser de resurrección como de enriquecimiento fulminante. Estas, por sus propias leyes inclinadas a las aspiraciones imposibles, han de ser elevadas a la categoría de milagros dado que no hay tradición de éxito en las expectativas de lo bajo. Si vamos a engañar, que sea a lo grande.
El dispositivo financiero de Generación Zoe comprendió religiosamente el carácter de su oferta y ofreció entre un 7,5% y un 10% de interés mensual en dólares, es decir una tasa a la que no podía responder de ninguna manera (para tasas responsables están los bancos, que operan con literatura realista). Mientras tanto, el costo real, por ejemplo, pagar la fiesta con la cárcel, podía diferirse en el curso de su crecimiento. El cálculo de las ganancias “administrativas” exigía fieles nuevos para que la rueda girara muchas veces antes de su explosión.
En la mente de Cositorto, se aliaron por generación espontánea la religión y la economía o, en todo caso, sus parientes plebeyos: lo místico y lo financiero. Ese es el curso de los hechos tal como fueron organizados. Primero despertar una fe gratuita, que es lo propio de las religiones a un nivel raso del pacto de encuentro entre los fieles y su Luz; y, luego, orientar una deriva por la que se sustituyera la neurosis de esperar la otra vida por otra neurosis: la de traerla cuanto antes.
Al documental de Matías Gueilburt, al que no hay que pedirle cine ni mucho menos, se le debe reconocer haber hallado ciertos objetos perdidos, sobre todo la voz de Cositorto, y las imágenes de su prehistoria de estafador en las que se lo ve arengando a escuadrones de venta dementes que salen a vender ollas de acero como si fueran a la guerra. ¿Y si están yendo verdaderamente a una guerra, la única a la que vale la pena ir, aunque se la pierda? No puede no haber una épica de vida o muerte en salir a la realidad con la misión de negarla una y otra vez. Es en ese abismo, que se abre entre la ilusión y el golpe de realidad, donde crece el árbol de la fe. Sólo hacía falta un “líder”, y Generación Zoe no solo que lo tuvo: lo sigue teniendo.
Porque si hay una cosa que no puede hacer Cositorto es cerrar el ojete de la boca, por decirlo de un modo poético. Desde la cárcel de Bouwer promete devolver el dinero que “no le dejaron” devolver. ¿Alguien tiene dudas de que es capaz de hacerlo? Lo haría, y en tiempo récord (el proyecto de Cositorto se llama Velocidad), por supuesto que a cambio de estafas nuevas. Suéltenlo y van a ver que algo se le va a ocurrir.
El comentario de Emilio Monzó, acerca de que el Presidente Milei tiene más de Cositorto que de Alberdi, tuvo un afán descriptivo, cuya precisión descansa en la voluntad de darle un golpe crítico. Lo dijo porque es el propio Milei quien utiliza a Alberdi como frontman histórico de su gobierno, mientras hace desastres antialberdianos. Pero si tomamos la comparación en serio, vemos que Milei aparece como un Cositorto de primera generación, la destinada a destruir; mientras que Cositorto es un Milei “evolucionado”, un demiurgo que funda un mundo nuevo y, hasta cierto punto, lo hace funcionar.
Las consultoras del ánimo nacional no alcanzan a explicarse cómo puede ser que la fe colectiva en Milei sea tan duradera y todavía voluminosa. Quizás no sea tan difícil entender si se registran los plazos postulados por su religión.
A diferencia de Cositorto, el velocista del engaño que al imponerse un ritmo enloquecedor de enriquecimiento debe concederles a sus contribuyentes una velocidad de rendimiento parecida a la propia (por eso el interés en dólares que ofrece es el imposible), Milei establece plazos de décadas para soltar los primeros retornos de satisfacción social. Es una religión más pura que la de Generación Zoe porque se sustrae del compromiso material de la política. No es riqueza lo que ofrece sino “la otra vida”, una destinada a probar cuánta paciencia tienen las víctimas de la espera.
JJB/MF
Por Claudio Ava Aispuru (*)
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