Viaje a la base Marambio, último confín del mundo en la Antártida Argentina

Más de 80 personas, entre científicos y personal militar, pasan el invierno con temperaturas de hasta 50 grados bajo cero

Ciencia & Tecnología 11/10/2022 Editor Editor
Marambio

“¿Qué se siente? Dolor, mucho dolor. Es como tener un hielo apretado y que empiece a quemar”, dice Facundo Negri, mientras cierra el puño con fuerza para mostrar lo que le sucede al cuerpo humano cuando la temperatura alcanza los 50 grados bajo cero. Negri es militar y desde diciembre pasado vive en la Base Marambio, una de las 13 que Argentina tiene en la Antártida. El jueves pasado, el termómetro marcaba 11 grados bajo cero y Negri estaba de buen humor. El clima era primaveral y la base, además, recibía visitas. El avión Hércules de la Fuerza Aérea acababa de aterrizar sobre el hielo con tres ministros del Gobierno argentino y los directores de los 17 organismos que forman el Consejo de Ciencia y Tecnología. Habían decidido celebrar allí, en el confín del mundo, su reunión mensual bajo el lema “ciencia y soberanía”. La política en la Antártida se cuece en los laboratorios.

Marambio está sobre una meseta de 200 metros de altura y solo 1,5 kilómetros de largo, lo mismo que mide la pista de aterrizaje que una vez al mes recibe al Hércules que transporta personal, víveres y equipamiento para el resto de las bases argentinas. El avión es un tractor con alas. Cuando toca la pista de permafrost, una mezcla congelada de tierra, hielo y piedra característica de la Antártida, se sacude como alcanzado por una descarga eléctrica. Las hélices de sus cuatro motores invierten el sentido del giro y las 70 toneladas de la mole se detienen justo antes de caer al precipicio.

Fabián Bruneta es piloto antártico y antes de iniciar el vuelo desde la ciudad de Río Gallegos, a 3,5 horas por aire de Marambio, advierte que el día anterior solo pudo aterrizar al tercer intento. Los pasajeros se entregan con fe a este hombre de 48 años y aire de protagonista de Top Gun que pilota sobre el hielo desde hace dos décadas. “Ayer entramos a la base para preparar el viaje con los ministros sin ningún tipo de contacto visual, por el banco de niebla que cubría la pista, algo muy frecuente. Es una operación sumamente riesgosa, pero calculada”, dice.

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rabajadores reparan el sistema de calefacción de las cañerías de la base Marambio.

Todo es riesgoso cuando el clima es extremo. Cuando el viento alcanza los 160 kilómetros por hora las 80 personas que pasan el invierno en Marambio —el número sube hasta casi 200 en verano— se guardan dentro de sus habitaciones, leen en la biblioteca, miran una película o juegan al ping-pong. El resto del tiempo lo usan para mantener en condiciones los característicos módulos naranjas que permiten la supervivencia. En la base hay tres generadores eléctricos que funcionan a gasoil, porque quedarse sin luz sería el fin. Marambio quedaría, por ejemplo, sin agua, por la salida de servicio de los sistemas de calor que evitan que se congelen las cañerías. “Cuando el frío pega no podés estar más de dos minutos fuera”, advierte Negri. Y habla también de la convivencia entre militares y científicos, un desafío que la academia no enseña a resolver.

Francisco Quarín es uno de esos civiles que pasan el invierno en Marambio. Tiene 31 años y junto a otros tres ingenieros electrónicos mantiene los equipos del laboratorio para el verano, cuando llegarán los científicos. “Venir fue un desafío personal, porque la vida acá es única. Hace nueve meses que estoy y no dejo de sorprenderme. Las noches son increíbles; el mar congelado te muestra cómo cambia el paisaje de invierno a verano”, dice. El viento y el frío son los enemigos de los que debe proteger a sus equipos. Son también la pesadilla de nueve científicos que llevan 20 días esperando en Marambio que el helicóptero los lleve a la base permanente Carlini, ubicada hacia el norte, en la isla 25 de mayo.

Llegar hasta Carlini requiere una escala previa en la base Petrel, y la combinación de una triple ventana de buen tiempo los mantiene anclados en Marambio. El biólogo Bruno Fusaro deambula por los pasillos de la base en medio del alboroto que arma la comitiva oficial. “Para cualquier biólogo, la Antártida es única. Aquí la naturaleza te pasa por arriba”, dice. Franco Saravalli, piloto de la Fuerza Aérea, es quien debe llevar a los científicos hasta su destino. Su trabajo es domar uno de los dos Bell 212 que vuelan en tándem para llevar provisiones, trasladar personal o auxiliar a algún enfermo. “Los rescatamos con los helicópteros para que eventualmente sean trasladados en el Hércules” a un hospital, dice. Las aeronaves son iguales a las que vuelan en el continente, “pero tienen un dispositivo para evitar la formación de hielo en áreas clave y calefacción. Llevamos además un flotador que se activa en caso de caer al agua”, explica Saravalli.

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El avión Hércules de la Fuerza Aérea Argentina, en la pista de aterrizaje de la base Marambio, el jueves 6 de septiembre de 2022.

La vida es dura en la Antártida. Cuando el viento alcanza los 150 kilómetros por hora y la temperatura se desploma apenas está permitido salir a la intemperie. Negri aún recuerda cuando se le quemó la nariz por congelamiento; o cuando debió protegerse en un refugio ubicado a solo 200 metros de la base porque un cambio brusco en las condiciones le impidió llegar. “Es que todos los fenómenos climáticos empiezan en la Antártida”, explica el meteorólogo Andrés Acuña, parte del equipo de pronosticadores que trabajan en Marambio. De su trabajo depende, por ejemplo, que el Hércules encuentre una ventana de buen tiempo para aterrizar.

Eso mismo pasó el jueves, cuando la comitiva de altos funcionarios y científicos, a la que fue invitada EL PAÍS, tuvo que demorar cuatro horas el despegue desde Río Gallegos. La niebla había vuelto invisible la pista y hubo que esperar a que saliese el sol durante unos minutos. Y eso que las máquinas habían trabajado hasta las tres de la mañana para despejar la pista. “Puede acumular hasta cinco metros de nieve”, dice Gerardo Gómez, jefe del aeródromo de Marambio. “Eso en invierno. En verano el problema es que esa nieve se derrite y forma un barro que también afecta la operación del Hércules”, explica.

La reunión del Consejo de Ciencia y Tecnología fue una iniciativa de alto contenido político de los ministerios argentinos de Defensa, Ciencia y Salud. Argentina inició su presencia permanente en la Antártida en 1904 y no tuvo competencia hasta 1947, cuando Chile fundó la base Capitán Arturo Prat. En medio de los graves problemas económicos que atraviesa, intenta ahora renovar el trabajo de sus científicos y no quedar “rezagados ante otros países que están ampliando su actividad”, dice el ministro de Defensa, Jorge Taiana. “Por un lado, estamos reactivando la base Petrel, que se quemó en 1977 y pasó a funcionar solo como base de verano. Este año ya fue base permanente. Vamos además a realizar tres laboratorios nuevos y a instalar no una, sino dos antenas satelitales en la Base Belgrano 2, muy cerca del Polo Sur. Hay un impulso a la ciencia, que es la actividad principal que hay que desarrollar, según el Tratado Antártico” que regula la presencia internacional en el continente, dice Taiana.

El ministro de Ciencia, Daniel Filmus, dice que la agenda pasa ahora por evaluar “el impacto ambiental del cambio climático”. “Hay un deterioro enorme que va desde la presencia de microplásticos” hasta el deshielo acelerado de la península antártica, esa lengua de tierra que apunta hacia América del Sur. El biólogo Walter Mac Cormack, director del Instituto Antártico Argentino, coincide en que el calentamiento tiene allí “un efecto mucho más acentuado”. “Muchas de las especialidades científicas tienen ahí situaciones y problemas que afectan a todo el planeta, pero que se generan y se desarrollan en la Antártida”, dice. Y cuenta, como ejemplo, la aparición de un mosquito “que no resistía el frío de antes y sí resiste el de ahora”; o la aparición de “zonas verdes que antes no existían”.

El Hércules despega cuando el sol ya se pone sobre el mar. Carretea, levanta vuelo, pega media vuelta y sobrevuela la pista a muy baja altura. Es una vieja costumbre: antes de desaparecer, pasa rasante sobre las cabezas del personal de la base, que saluda con los brazos en alto como quien despide a un amigo que espera volver a ver muy pronto. (Fuente: El País)

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