

El indígena más solitario de Brasil —el único superviviente de la matanza de su tribu que eligió vivir el resto de su vida sin contacto con otros— fue hallado muerto hace unos días en la tierra indígena Tanaru, en el Estado de Rondonia, en la Amazonia. Yacía en su hamaca, cubierto con plumas de guacamayo. Conocido como el Indio del agujero (indio do buraco, en portugués) porque cada una de sus chozas tenía un profundo socavón, su cuerpo semidescompuesto fue localizado la semana pasada por Altair Algayer, el funcionario indigenista que durante 26 años lo monitoreó periódicamente por encargo del Estado brasileño. Su fallecimiento significa también la desaparición de su tribu, de etnia desconocida, porque en todos estos años jamás pronunció una palabra ante los blancos. Las autoridades creen que murió por causas naturales.
El hecho de que viviera en soledad desde hace un cuarto de siglo convirtió al Indio del agujero en uno de los indígenas no contactados —los que rechazan la relación con el resto de la sociedad— más conocidos de Brasil. La Fundación Nacional del Indio (Funai), el organismo oficial creado para proteger a los nativos, trasladó sus restos a Brasilia para ser sometidos a análisis forense. El anónimo varón vivía en un territorio de 80 kilómetros cuadrados rodeado de fincas ganaderas y en el que una ley que se renueva cada tanto impedía entrar a los extraños para protegerlo. Se cree que tenía unos 60 años. Las autoridades pretenden enterrarlo en la tierra donde vivió.
Durante los últimos 26 años, Algayer, empleado de la Funai, y su equipo cuidaron del bienestar del indígena en la distancia. Juntos encarnan cómo funciona la política de no contacto con los nativos que rehúyen a los blancos, adoptada por Brasil a finales de los ochenta. Cada tres meses, un equipo de la Funai se acercaba a él y colocaba una cámara para seguir sus actividades y ver si la tierra que habitaba había sido invadida. Así saben que la choza en la que murió era la número 53 de las que fue construyendo a lo largo de los años, “todas con el mismo patrón arquitectónico, con una puerta de entrada y salida y siempre con un agujero en el interior de la casa”, indica la nota de pésame publicada por la Funai. Nadie sabe por qué los construía o qué función tenían los agujeros.

Esperando a la muerte
Marcelo dos Santos, del equipo que lo protegía, explicó al medio Amazonia Real que el indígena “fue hallado en la hamaca, cubierto de plumas de guacamayo. Estaba esperando la muerte, no tenía señales de violencia”.
Pocas imágenes existen del anónimo indígena. Las más nítidas fueron grabadas en vídeo y difundidas hace unos años por el organismo que vela por los aborígenes. Aparece desnudo, con una especie de capa, talando un árbol sin ser consciente de que alguien desde la distancia acerca y aleja el zoom de una cámara.
En el delicado equilibrio de la política de no contacto, el indígena no habló nunca en presencia de sus cuidadores —quizá para evitar que por el idioma lo identificaran—, pero sí llegó a aceptar algunas semillas y herramientas que le iban dejando “para mejorar su calidad de vida”, como explica una nota de la OPI (Organización de los Pueblos Aislados, en portugués). Los funcionarios siempre evitaron forzar el contacto con él.
Los indígenas no contactados son el eslabón más débil entre los nativos, aunque son los que mejor preservan la jungla y la biodiversidad. Brasil tiene contabilizadas unas 115 tribus. El valle de Javari, en la frontera con Colombia y Perú, es el lugar con mayor presencia de estas tribus y el lugar donde Bruno Pereira, un especialista en nativos aislados, y el periodista británico Dom Philips fueron asesinados en junio por unos pescadores furtivos.
La llegada de Jair Bolsonaro al poder, hace casi cuatro años, significó el creciente debilitamiento de las instituciones que cuidan del medioambiente, los indígenas y la biodiversidad.
Se sabe que el Indio del agujero sobrevivió a una matanza en 1995, cuando terratenientes de la región pagaron a colonos para que exterminaran a toda la tribu y destruyeran cualquier rastro de su existencia. Era la manera de apropiarse de tierras selváticas para convertirlas en pastos. Ninguno de los suyos sobrevivió. Y él comenzó una nueva etapa en una soledad elegida y casi absoluta. Se alimentaba de jabalíes, tortugas o pájaros que cazaba con flechas o trampas. También le gustaba la miel.
Afirma la OPI, una ONG, que el indígena solitario de la tierra Tanaru “fue víctima de un atroz proceso de exterminio, a consecuencia de la llegada de grandes fincas patrocinadas por el Estado. Presenció la muerte de su pueblo, su tierra se convirtió en pastos y fue condenado a pasar el resto de su vida en una pequeña porción de la selva intervenida por la justicia y rodeada de grandes fincas en la región del río Corumbiara, en Rondonia”. La ONG y otros activistas temen que, al perder a su único habitante, la tierra a la que otorgaba protección legal quede a merced de los intereses agrícolas.


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