¿Qué le pasa a la ‘Voyager 1’?: la vieja sonda espacial ha mandado extraños mensajes tras años de silencio

La nave, que lleva casi 45 años vagando por el espacio, es la que más lejos ha llegado.

Ciencia & Tecnología 25/05/2022EditorEditor
nave
La nave espacial 'Voyager 1' de la NASA, que se muestra en esta ilustración, ha estado explorando nuestro sistema solar desde 1977.

Las grandes antenas de la red de Espacio Profundo (en California, Australia, y Madrid) escuchan periódicamente las débiles señales de la sonda Voyager 1, que lleva volando por el espacio desde 1977. Casi 45 años. Normalmente, los datos que reciben son sobre densidad de plasma, campos magnéticos y rayos cósmicos. Son los únicos instrumentos de la nave que siguen funcionando, ya que los demás se desconectaron hace mucho tiempo para ahorrar energía; además, en la región por donde se mueve ahora ya no hay nada que pueda ser de interés para ―por ejemplo― sus cámaras de televisión.

Pero, hace poco, la telemetría indicó que la antena principal se había desviado y ya no apuntaba hacia la Tierra. Y las señales seguían llegando. Ambas cosas son incompatibles y apuntan sencillamente a un fallo en los sensores del mecanismo de orientación: la nave sigue en su alineación correcta, pero sus mensajes insisten en que no es así. La explicación más sencilla es que parte del sistema de codificación de datos ha sucumbido a la intensa radiación que está sufriendo.

La Voyager 1 es la nave que ha llegado más lejos en el espacio, hasta el punto de que carece de sentido expresar en kilómetros la distancia a la que se encuentra. Son decenas de miles de millones. Es más práctico recurrir a unidades que habitualmente se utilizan en astronomía: más de 20 horas luz. Y sigue aumentando, a razón de unos 60.000 kilómetros cada hora.

Esta sonda se lanzó con el objetivo de estudiar de cerca los dos planetas gigantes: Júpiter y Saturno. Pese a su número, despegó 15 días después que su gemela, la Voyager 2, pero al seguir una trayectoria más rápida acabaría por adelantarla y llegar antes a su destino. El viaje a Júpiter le llevó casi dos años; a Saturno, otro tanto, gracias al acelerón que experimentó al pasar frente a Júpiter.

Las Voyager no fueron las primeras en visitar Júpiter y Saturno. Antes que ellas lo había hecho otros dos vehículos de la serie Pioneer. Pero su instrumentación, y sobre todo sus cámaras, eran muy primitivas. Las fotografías de ambos planetas y muchos de sus satélites que transmitieron las Voyager descubrieron una serie de mundos cuya apariencia nadie había sospechado antes: los volcanes de Io, las llanuras heladas de Europa, el impacto de varios asteroides o la intrincada estructura de los anillos de Saturno, por ejemplo. Y, mucho después, la icónica foto de familia que muestra todos los planetas como diminutos puntos brillantes. Entre ellos, el “pálido punto azul” con que Carl Sagan describió a la Tierra.

Ambas Voyager están en trayectoria de escape. Nunca volverán a acercarse a la Tierra. Ya han superado la frontera donde la influencia del Sol cede ante los campos y las concentraciones de plasma interestelares. Pero no puede decirse que se hayan liberado por completo de su atracción. La Voyager 1 aún no ha recorrido ni la mitad de la distancia a la que llega Sedna, uno de los pequeños planetas enanos, y le faltan dos o tres siglos para llegar a rozar la nube de Oort, el teórico enjambre esférico donde se acumulan millones de cometas que algún día quizás caerán hacia el Sol.

Los técnicos de la NASA calculan que la fuente de energía que la alimenta ―un reactor de plutonio― alcanzará niveles críticos hacia 2025. Sus emisiones serán tan débiles que ni siquiera las grandes antenas de rastreo podrán captarlas. A partir de ahí, las Voyager seguirán su camino, ciegas y mudas. Ninguna pasará razonablemente cerca de otra estrella, al menos durante decenas de miles de años. Para entonces, su trayectoria las convertirá en diminutos objetos girando entre las nubes de polvo de la Vía Láctea.

Y unido a un costado, ambos vehículos llevan el equivalente del clásico mensaje en una botella, en la remotísima esperanza de que alguien algún día pueda rescatarlo: un disco metálico en el que se han grabado imágenes, ruidos, músicas y voces del planeta desde donde partieron, eones atrás, esas primeras naves interestelares.

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