Por Claudio Ava Aispuru (*)
Por Eduardo Fidanza
Licenciado en Sociología, Universidad de Buenos Aires. Fundador y director de Poliarquia Consultores. Analista político e investigador social. Ex columnista semanal del diario La Nación. Miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo. Ex profesor titular regular de la UBA.
El título de esta columna, logrado por su condensación e impacto, no es original, suele usarse cuando la fiesta no compensa el dolor. Resaltar el contraste con la frase célebre que le da pie constituye el remate previsible del texto. El cuerpo de la nota, su pulpa, explora el sentido que le damos al sustantivo “circo” hoy. ¿Qué significa, en el lenguaje cotidiano sobre lo público, este término? El uso lo asocia a un espectáculo bochornoso, lamentable, patético. No es el circo entrañable de un Fellini ni aquella exhibición de acróbatas, domadores, animales amaestrados y payasos a la que concurríamos en la infancia. No es motivo de diversión, sino de miseria moral.
Los payasos y las payasas de ahora son otros. Cuando decimos que algo “es un circo”, nos referimos a ellos con desdén, empleando las últimas reservas de pudor y estilo, categorías acaso demodés en la tercera década del siglo XXI. Antes de bucear en ese fango, detengámonos un segundo en lo que Guy Debord, citado acá hace dos semanas, dice a propósito del espectáculo: es un mundo donde las imágenes se han vuelto autónomas, permitiendo que “el mentiroso se mienta a sí mismo”. Se trata de un “pseudomundo aparte” que solo puede contemplarse. Al estar escindido, escribe Debord, “es el lugar de la mirada engañada y de la falsa conciencia”.
Para constatar que el espectáculo fue anticipado en el siglo XIX, como uno de los rasgos del naciente capitalismo industrial, vale el epígrafe que Debord inserta a sus reflexiones, extraído de La esencia del cristianismo, del filósofo alemán Ludwig Feuerbach: “Nuestro tiempo prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser… lo que es ‘sagrado’ para él no es sino la ilusión, pero lo que es profano es la verdad. Mejor aún: lo sagrado aumenta a sus ojos a medida que disminuye la verdad y crece la ilusión, hasta el punto de que el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado”.
Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
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En esta época, ese cosmos ilusorio está horadando la democracia porque manufactura a gran escala un sentimiento letal: el odio. En la versión en inglés de Wikipedia se encuentra un término sugestivo, abreviado con la sigla OIC: “Outrage industrial complex”, cuya traducción usual es “Complejo industrial de la indignación”. El OIC constituye una vasta configuración de fuerzas que incluye medios de comunicación, influencers, trolls, mensajes publicitarios y de dirigentes políticos y funcionarios de gobierno que explotan las diferencias de opinión y lo que se denomina “cultura del desprecio”, incrementando la desconfianza en las instituciones y la sociedad, para conseguir sus propios objetivos de notoriedad, riqueza, cargos más altos o ventajas geopolíticas.
Es abundante la bibliografía sobre este conglomerado, que suscitó y sigue suscitando comentarios en EE.UU., particularmente desde la irrupción de Donald Trump. Pero ya en 2009, el investigador Marc Ambinder escribía en The Atlantic: “Hay gente en Washington que tiene el trabajo de fabricar odio; a quienes se les paga para que ofendan, o para encontrar formas de ofenderse y transmitir su furia a los demás. Estas fábricas de indignación, ya sean organismos de control de los medios, blogueros, presentadores de programas por cable, productores de canales de televisión, lobistas, consultoras de comunicación, funcionan como si el odio fuera lo único que tiene valor”.
Esta opinión fue vertida cuando en la televisión pública el programa 6,7,8 se había convertido en un producto propio del OIC destinado a desacreditar a los opositores y avalar todas las decisiones del gobierno con fe militante. Quince años después, aquella expresión artesanal se transformó en una poderosa herramienta industrial, posibilitada fundamentalmente por ese conducto cloacal antes llamado Twitter y ahora X. Lo desconcertante es que los principales canales de noticias, que durante el kirchnerismo decían defender la república, se sumaron al dispositivo; sus presentadores hacen en el prime time la apología y la vocería cotidiana de Milei, quien, entre otros abusos, maltrata a periodistas.
La profesión está en problemas. En los cenáculos se pontifica sobre el buen periodismo, mientras los propietarios de los grandes medios audiovisuales que participan en ellos –Perfil es la excepción– son algunos de los principales accionistas de la próspera cultura del desprecio. Por qué gente respetable, capaz de sostener diarios de calidad, pasó a formar parte del circo audiovisual argentino es una pregunta difícil de responder, si uno trata de ir más allá del mero interés comercial. No siguieron el ejemplo del admirado New York Times, que combate a Fox News en lugar de imitarlo. En Argentina, al contrario, en el complejo industrial del odio son socios el Presidente, sus trolls y los conductores de televisión más taquilleros de esos medios.
De este circo, que lo fusiló en forma sumaria, llegó a ser protagonista estelar el impresentable Alberto Fernández, quien alimentó a las fieras no solo con su presunto rol de corrupto y golpeador, sino a través del afán de exhibir su donjuanismo compulsivo, lo que le impidió respetar algunos de los pocos símbolos que le quedan a esta democracia arrasada. Pero el Presidente también puso lo suyo, dándose besitos en la boca con una figura de la farándula –¡oh dorados 90!– e inoculando su dosis diaria de odio, amplificada por sus trolls, que parecen fuera de control fagocitándose a los propios. Si no, que lo digan el senador Paoltroni y los funcionarios que son sentenciados a la mañana en X y ejecutados a la noche en el palacio.
Panem et circenses: la última aspiración de un pueblo desilusionado con la política, según la ironía del poeta satírico Juvenal en el ocaso del Imperio Romano. Como lo repiten muchas voces en estos días, el de Argentina es un circo sin pan: un show patético para distraernos de la pobreza, de los millones de niños que se van a la cama sin comer, de la pérdida de puestos de trabajo, del magro sueldo de los servidores públicos, de las jubilaciones vergonzosas y del horizonte desesperante de los jóvenes.
La fábrica del odio no se detendrá por eso. Trabaja día y noche porque el espectáculo debe continuar. El engranaje está aceitado y el Gobierno lo aprovecha a pleno. No sabe ni le interesa la administración pública; es experto, en cambio, en la administración de las emociones negativas, que no es un negocio solo para él sino para muchos. Narcóticos de un nuevo populismo, esta vez de derecha, para una sociedad anestesiada y cómplice.
El dirigente radical, Fabián Rogel, llamó al Presidente a que “comprenda definitivamente que somos un país federal y que no somos un conjunto de archipiélagos”.
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