Sociedad Por: Editor 03/02/2022

170 años de Caseros: la hora de los estadistas

La batalla de Caseros, que se recuerda hoy, cerró un período de tumultuosa construcción republicana y abrió otro, el de la era constituyente. Una recordación histórica con ecos en el presente.

Batalla de Caseros, por Juan Manuel Blanes (1857). Derrota de Rosas y del estado de Buenos Aires.

La batalla de Caseros cierra un período de tumultuosa construcción republicana y abre otro, el de la era constituyente. Para poner fin a 35 años de guerra civil y 25 de poder dictatorial se conformó una muy amplia coalición que desaloja del poder “lo viejo”, pero abre un nuevo y conflictivo curso que demorará otros diez años en resolverse.

La guerra tiene una lógica distinta que la lucha social: disimulando transitoriamente intereses sectoriales, alinea las fuerzas en dos campos en pugna lo que implica que variados matices se uniformen bajo un mando único como, también, el necesario triunfo de uno de los contendientes.

El Ejército Grande reunió a federales ortodoxos y cismáticos, unitarios cerriles y moderados; a quienes preferían reconocerse como “ni unitarios ni federales”, a un importante contingente de imperiales brasileños y a uruguayos del bando colorado.

En el bloque rosista, la falta de compromiso por defender a la “Santa Federación” motivó importantes deserciones, como las del general Mansilla, cuñado del Restaurador, y el coronel Pacheco, con su gente.

La descripción no tiene nada de particular: cambiando los actores la heterogeneidad se observa en otros conglomerados, como en las guerras “mundiales” que registran realineamientos y nuevas disputas a la par de precipitados “pases” de tránsfugas, arrepentidos, etc.

Tras los pactos de posguerra, la “coexistencia pacífica” mixturada luego con “guerra fría” reúne a un trío insólito, Churchill, Stalin y Roosevelt: cualquier Nuevo Orden será siempre expresión de procesos largamente incubados y es inevitable que culmine en consecuencias incluso insospechadas por sus protagonistas. En efecto, tras los sismos, los cismas: acalladas las balas pasan a primer plano las figuras políticas de talla, y el tablero no será jamás el de un calculado juego de ajedrez.

Disparadas las fuerzas sociales suelen hacerse incontenibles, mutar en formas y agrupamientos abriendo paso a nuevos liderazgos que disputarán el de quienes tuvieron las primeras osadías. Tal la necesidad de revalorizar a Urquiza –aquel mismo del “ni vencedores ni vencidos”– por su conducta que lo que destaca como un verdadero estadista, capaz de sobreponerse a las menudencias para elaborar, proponer y acordar políticas de mediano y largo plazo amalgamando diferencias en pos de un objetivo superador.

La revolución porteña de septiembre de 1852 plasmó la división del campo triunfador y dos estados, la Confederación Argentina con su Constitución Nacional y el Estado de Buenos Aires al margen de los “13 ranchos” con su vida alterna. El entrerriano mostrará su envergadura de estratega y empresario: comprende inconducente el estado de guerra y en 1861 deja el campo de Pavón en manos de Mitre, facilitando que sea el presidente de una nación unificada.

Ellos dos eran acompañados, respectivamente, por los grandes arquitectos de la Argentina moderna, Alberdi de un lado y Sarmiento del otro. Unitarios y federales de diversa laya confluyen así en la reforma constitucional que posibilitó la conformación institucional de una nueva nación.

Tras bambalinas, la masonería hizo lo suyo. En julio de 1860, por iniciativa de su presidente Roque Pérez se celebró la “Tenida de la Unidad Nacional” que otorgó el Grado 33 a Mitre, Sarmiento, el presidente Derqui, Urquiza y Gelly y Obes; también Del Carril, ex vicepresidente, y el embajador Alberdi eran logistas.

Y como símbolo de los nuevos tiempos, el 18 de julio de 1860 se inaugura el primer edificio proyectado para “hacer una escuela”, el de Catedral al Norte –actual José M. Estrada– y confluyen en el acto el presidente, su ministro de Gobierno y los gobernadores de Entre Ríos y Buenos Aires, a saber, Derqui, Sarmiento, Urquiza y Mitre.

Mas no escampó. Desde 1861, objetando el peso de los “amos del Puerto”, se alzaron las últimas montoneras federales: en el oeste Peñaloza y Varela y en el Litoral López Jordán fueron sucesivamente aniquilados.

La guerra contra el Paraguay configuró nuevos límites en el noreste y la política de mantener a raya a los pueblos aborígenes del “Desierto” consolidaron el nuevo poder. También bonaerenses indómitos –Mitre, primero, Tejedor, después– intentaron evitar una mayor democratización del poder hasta que una nueva crisis replanteará el sistema político en 1890. Ínterin, Urquiza –a costa de su vida bajo el cargo de “traidor”– invita a Sarmiento a su Palacio San José y el sanjuanino saborea el agasajo: “¡Al fin me siento presidente!”.

El mismo Sarmiento será, en 1879, quien recibe a Alberdi cuando regresa al país tras 40 años de exilio: “Al fin voy a tener alguien con quien discutir”, apuntó ahora, dejando ambos en el olvido los agravios de otros tiempos. Cuatro referentes de distinto peso específico y formación aunaron esfuerzos para que, al fin del trayecto, Roca pudiera jurar bajo promesa de “paz y administración”.

Tal es el tránsito pos-Caseros: los términos binarios de la guerra y la receta de las armas dieron paso a las mucho más sabrosas salsas de la política, lo que incluyó altura y renunciamientos.

Al fin, “verde es el árbol de la vida” cuando se actúa con desinterés y en pos de causas superiores ofreciendo ejemplos, pero negro es el panorama cuando, en brutal oposición a los modelos virtuosos y democráticos, se avalan y promueven avasallamientos de libertades consagradas, ofensivas sobre la división de poderes, reelección corrupta de mandatarios y se da y se busca respaldo en dictaduras de otras geografías.

Las formas bonapartistas y corporativas favorecen el nepotismo oligárquico y la concentración del poder y no hacen sino abonar la decadencia y el “colapso del Estado”.

PS: Subrayo una vez más que la Convención de 1860 incorporó las denominaciones Provincias Unidas del Río de la Plata y Confederación Argentina como nombres de la República, en función de asentar para el futuro la riqueza del pasado y reunir bajo un mismo paraguas las históricas identidades partidarias. Pero esas son cosas de padres fundadores, gente con perspectiva de futuro, miradas de estadistas.

 

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