El último discurso de Evita frente a sus descamisados: “Estoy con ustedes para ser un arco iris de amor entre el pueblo y Perón”

El 1 de mayo de 1952, en la movilización a Plaza de Mayo convocada por el Día de los Trabajadores, “la Abanderada de los Humildes” se dirigió por última vez desde el balcón de la Casa Rosada a una plaza colmada. Los intentos de convencerla para que no fuera para preservar su salud y los casi tres meses de dolorosa agonía

Nacionales01/05/2025EDITOR1EDITOR1
EVITA

No sabía que iba a morir, pero sentía que se estaba muriendo. Quizás por eso insistió, contra las recomendaciones de sus médicos y de su propio marido, en estar ahí, en el balcón de la Casa Rosada ese 1 de mayo, el de 1952, frente a la plaza colmada por sus “descamisados”.

Nadie le había dicho que tenía cáncer, todos habían usado eufemismos para no nombrarle la muerte. Perón la sostenía de la cintura porque temía que fuera a caerse. La voz de Evita, algo cascada, pero con la energía de siempre, contrastaba con su cuerpo frágil, consumido por una enfermedad que ignoraba o quería ignorar.

 
“Compañeras, compañeros: Otra vez estoy en la lucha, otra vez estoy con ustedes, como ayer, como hoy y como mañana. Estoy con ustedes para ser un arco iris de amor entre el pueblo y Perón; estoy con ustedes para ser ese puente de amor y de felicidad que siempre he tratado de ser entre ustedes y el líder de los trabajadores”, empezó con un tono potente que en algún momento le falló.

Sabía que los trabajadores reunidos en la Plaza de Mayo esperaban verla, sentirla junto a ellos y escuchar su palabra. Llevaban mucho tiempo sin estar en contacto con ella, la que siempre los acompañaba. Eva no había querido defraudarlos, pero también quería dar un mensaje, como si supiera que se avecinaban tiempos difíciles en los que, quizás, ella ya no estaría, dejando solo a Perón.

 
“Yo, después de un largo tiempo que no tomo contacto con el pueblo como hoy, quiero decir estas cosas a mis descamisados, a los humildes que llevo tan dentro de mi corazón, que, en las horas felices, en las horas de dolor y en las horas inciertas siempre levanté la vista a ellos, porque ellos son puros y por ser puros ven con los ojos del alma y saben apreciar las cosas extraordinarias como el general Perón. Yo quiero hablar hoy, a pesar de que el general me pide que sea breve, porque quiero que mi pueblo sepa que estamos dispuestos a morir por Perón”, siguió diciendo frente a los tres micrófonos del balcón al tiempo que miraba fijamente hacia la Plaza de Mayo colmada, como si quisiera clavar sus ojos en los de cada uno de los presentes.

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      Eva Perón en un discurso frente a mujeres, cuando estaba bien de salud (Archivo General de la Nación)

El ruego y el renunciamiento

La última vez había estado frente al pueblo databa del 22 de agosto del año anterior, desde un palco montado a un costado del Ministerio de Obras Públicas, en la avenida 9 de Julio, durante el “Cabildo Abierto Justicialista”, en el que la Confederación General del Trabajo le pidió que integrara como vicepresidenta de Juan Domingo Perón la fórmula para las elecciones de noviembre en las que el General se postularía para ser reelecto. Esa tarde le habían fallado las fuerzas y debieron sostenerla cuando tuvo un muy breve desfallecimiento.

Todavía sonaba en sus oídos el grito unánime de la multitud reunida: “¡Evita con Perón, Evita con Perón!”, le habían pedido, y como no contestaba, el ruego se convirtió en una exigencia que sonó también en un solo grito: “¡Contestación, contestación!”.

Desde entonces se sentía en deuda, porque no había podido responder. El acto se había prolongado durante cerca de seis horas sin que Eva diera una respuesta clara. En un momento se descompuso y estuvo a punto de desvanecerse, pero cuando quisieron llevarla a la sombra para que se recuperara, se negó: “Si Eva Perón no acepta, no importa morirse… y si Eva Perón acepta, ya puede uno morirse tranquila”, les dijo utilizando la tercera persona para hablar de sí misma a quienes intentaban auxiliarla.

Demoró nueve días en responder, y fueron días de angustia porque sentía que iba a defraudar a sus “descamisados”. El 31 de agosto, respondió con un discurso por la cadena nacional, que pasaría a la historia como su “renunciamiento”: “Compañeros, quiero comunicar al Pueblo Argentino mi decisión irrevocable y definitiva de renunciar al honor con que los trabajadores y el pueblo de mi patria quisieron honrarme en el histórico Cabildo Abierto del 22 de agosto. Ya en aquella misma tarde maravillosa, que nunca olvidarán ni mis ojos ni mi corazón, yo advertí que no debía cambiar mi puesto de lucha en el Movimiento Peronista por ningún otro puesto”, dijo entonces.

Una operación desesperada
Al renunciar a su candidatura frente a los micrófonos de Radio del Estado –la actual Radio Nacional– Eva no sabía que su marido, el presidente, estaba planificando en secreto una operación desesperada que, a esa altura, era la única manera de salvarle la vida. Se lo habían dicho con claridad los médicos que la atendían, el clínico Ricardo Finochietto y el oncólogo Abel Canónico: o la operaban o se moría y aún en caso de realizar la intervención –que sería terriblemente invasiva- nadie podía garantizarle la vida. Frente a esa alternativa, Perón decidió jugar la última carta y le pidió a Canónico que le consiguiera el mejor cirujano para hacerlo. “Si hay que hacer una cirugía grande, que sea también un gran cirujano quien la atienda. Vaya y tráigalo”, fueron las palabras que utilizó.

El médico le propuso cirujanos argentinos, pero el presidente los rechazó, quería el mejor, sin importarle de dónde viniera. Canónico recomendó entonces al oncólogo norteamericano George Pack, del Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York. Perón lo aceptó, pero no sin antes imponer otra exigencia: el nombre del cirujano extranjero no tendría que figurar en ninguna parte, no lo debían saber Evita ni la prensa.

2      En su último discurso Evita hizo un llamado a defender a Perón

La operación se realizó el 6 de noviembre de 1951 en el Hospital “Presidente Perón” de Avellaneda, el mismo que había sido inaugurado unos años antes por la propia Evita con la idea de que “sus descamisados” tuvieran un centro de salud de excelencia. La visita de Pack duró apenas 48 horas, el tiempo justo para preparar la operación y realizarla. Pack entró al quirófano cuando la paciente ya estaba dormida por la anestesia y salió antes de que se despertara. Eva nunca lo vio.

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El diagnóstico fue tan categórico como duro: Evita sufría un cáncer terminal. Los datos los tuvo Perón y fueron guardados celosamente en secreto. A Eva no le dijo nada. Las anotaciones de Pack sobre la enfermedad de Eva Perón y la cirugía que le practicó salieron a la luz recién en 1999, cuando la viuda del especialista norteamericano se las cedió al historiador de la medicina de la Universidad de Nueva York Barron H. Lerner, que publicó un artículo sobre ellas en la revista The Lancet. Una de las notas de puño y letra del médico remarca la ignorancia de Eva sobre la verdadera naturaleza de su enfermedad: “Siempre creyó que tenía ‘problemas femeninos’ que la hacían sufrir. Nunca supo que tenía cáncer”, escribió.

El voto y la foto
El día de las elecciones en las que había renunciado a ser candidata, Eva Perón seguía internada, reponiéndose de la operación en la que, según el lenguaje de la época, le habían “vaciado el útero”. Era la primera vez que votaban las mujeres en la Argentina y ella, que había impulsado la ley, no quería dejar de votar. Lo hizo desde la cama del hospital y el acto fue fotografiado.     

El 22 de agosto de 1951, el día que la multitud pidió que Evita acompañara a Perón en la fórmula presidencial

El 11 de noviembre de 1951, Perón fue reelecto para una segunda presidencia con el 63 % de los votos. Dos días antes de aquellas elecciones del 11 de noviembre, Evita había grabado un mensaje radiofónico en el que se la escuchó decir, con voz débil: “No votar a Perón es, para un argentino, traicionar al país”. La potencia del gesto político de votar tuvo como contrapartida el cuadro que mostraba la imagen de Eva al poner el sobre en la urna que le llevaron especialmente al hospital: estaba muy flaca, demacrada. Tres días después la trasladaron en ambulancia al Palacio Unzué, por entonces la residencia presidencial. Se negó rotundamente a que la instalaran en el dormitorio que hasta entonces había compartido con Perón. “No quiero molestarlo a Juan”, dijo, terminante.

En su habitación del palacio, Eva intentó sostener una rutina que incluyera la política, pese a los pedidos de Perón para que se desentendiera del asunto. “El día de Eva Perón era tan agitado como se lo permitía su declinante salud. A las 7 se despertaba y era atendida por las hermanas María Eugenia y Marta Rita Álvarez, diplomadas en la Escuela de Enfermeras de la Fundación. A las 8 llegaba el peinador Julio Alcaraz, quien permanecía junto a ella mientras Irma Cabrera de Ferrari, su mucama personal, servía el frugal desayuno y preparaba la habitación para las primeras audiencias, en general dedicadas a delegaciones gremiales. Perón la visitaba tres veces por día: antes de salir hacia la Casa Rosada, cuando regresaba y para despedirla antes de dormir”, reconstruyeron a partir de testimonios de varios de sus colaboradores en una nota publicada en 1969

Se sentía débil y se levantaba muy poco de la cama, pero cuando se acercaba la fecha del acto del 1 de mayo se plantó con firmeza: ningún médico, ni su propio marido, le iban a impedir participar. Entendía que su mensaje al pueblo desde el balcón de la Casa Rosada era un imperioso gesto político para sostener al gobierno de su marido, que apenas unos meses antes había sofocado un golpe de estado. El 28 de septiembre de 1951, con foco principal en Campo de Mayo, se levantó en armas contra el Gobierno un grupo de militares de las tres fuerzas, con el general de brigada Benjamín Menéndez como principal figura. Ante la evidente falta de apoyo y la lealtad a Perón de muchos suboficiales -que intervinieron en el sabotaje a varios de los tanques que se pretendían utilizar en la intentona-, los sublevados se habían entregado.

El último discurso

Eva sabía que, pese a la abrumadora victoria electoral de noviembre, Perón enfrentaba una situación política muy difícil y ella debía darle su apoyo frente al pueblo el 1 de mayo. Cuando apareció en el balcón de la Casa Rosada, la multitud reunida en la Plaza de Mayo la vitoreó. A la distancia, quizás, se viera a la Evita de siempre, “La Abanderada de los Humildes”, vestida con un traje sastre y peinada con su emblemático rodete. Nadie sabía que para que pudiera asistir debieron hacerle varias aplicaciones de morfina en la nuca y el tobillo, donde le habían aparecido metástasis del tumor.

Exigiendo a fondo su físico y su voz, Evita prometió seguir luchando por el pueblo y por Perón. “Estoy otra vez con ustedes, como amiga y como hermana y he de trabajar noche y día por hacer felices a los descamisados, porque sé que cumplo así con la Patria y con Perón. He de estar noche y día trabajando por mitigar dolores y restañar heridas, porque sé que cumplo con esta legión de argentinos que está labrando una página brillante en la historia de la Patria. Y así como este 1 de mayo glorioso, mi general, quisiéramos venir muchos y muchos años y, dentro de muchos siglos, que vengan las futuras generaciones para decirle en el bronce de su vida o en la vida de su bronce, que estamos presentes, mi general, con usted”, dijo.


Terminó con un enérgico llamado a defender a Perón. “Estén alertas. El enemigo acecha. No perdona jamás que un argentino, que un hombre de bien, el general Perón, esté trabajando por el bienestar de su pueblo y por la grandeza de la Patria. Los vendepatrias de dentro, que se venden por cuatro monedas, están también en acecho para dar el golpe en cualquier momento. Pero nosotros somos el pueblo y yo sé que estando el pueblo alerta somos invencibles porque somos la patria misma”, advirtió a la plaza que desbordaba que gente.

El acto final
Esas fueron las palabras con que cerró el discurso, sin saber –o quizás sí- que era el último que pronunciaría. Cuando la llevaron de regreso al Palacio Unzué estaba al borde del desmayo y desde entonces su salud, ya muy minada, entraría en una vertiginosa caída barranca abajo. Aun en ese estado, hizo una última aparición pública. Fue el 4 de junio, para la ceremonia en la que Perón asumió su segundo mandato.

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George Pack el cirujano estadounidense que operó en secreto a Eva Perón

En una entrevista que le realizaron en 1969 los periodistas Roberto Vacca y Otelo Borroni al ex secretario de prensa de Perón, Raúl Alejandro Apold, recordó la determinación de Eva: “Ese día llegué a la residencia a las diez de la mañana para entregarle un ejemplar de Eva Perón, un libro que la Subsecretaría acababa de editar y que reflejaba su obra. Perón conversaba animadamente don doña Juana, madre de Eva: ambos están preocupados porque no habían podido convencerla de que no debía asistir a la ceremonia. El general me sugirió que le dijera que hacía mucho frío. Cuando entré a su habitación la señora vestía un piyama celeste. Hojeó el libro con atención y al ver las fotos las lágrimas anegaron su mirada triste: ‘Lo que llegué a ser y mire cómo estoy ahora...’, me dijo. Para cambiar de tema le comenté que en la calle hacía un frío tremendo, pero me interrumpió: ‘Esa es una orden del general. Yo voy a ir igual. La única manera de que me quede en esta cama es estando muerta’. No tuve más remedio que comunicarle a Perón que mi gestión había fracasado”, contó.

Para que pudiera soportar el dolor tuvieron que hacerle nuevamente varias aplicaciones locales de morfina. Se la vio parada, vestida con un tapado de piel, viajando en el coche descubierto que partió desde el Palacio Unzué por Avenida del Libertador hasta la Casa Rosada, donde tuvieron que aplicarle dos nuevos calmantes. También presenció toda la ceremonia de pie, ayudada por el dispositivo que le habían construido y apoyada disimuladamente en una silla. Pesaba apenas 37 kilos.

“A mí me queda poco”

Después de ese acto, Eva no volvió a salir de la residencia presidencial, donde pasaba todo el día en la cama. La noche del 25 de julio, Eva le pidió a la enfermera María Eugenia Álvarez que la acompañara hasta el baño. Tuvo que llevarla casi en vilo.

-Ya queda poco –le dijo Evita cuando estaban volviendo.

-Sí, señora, queda poco para ir a la cama –le respondió, confundida, la enfermera.

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-No, querida – insistió Evita -. A mí me queda poco.

      Perón junto a la cama en la que estaba convaleciente Evita. Los médicos que la atendían también posaron para la foto
 “Volvimos despacito caminando y la acosté. La arropé bien, puse la ropa de cama debajo del colchón. Fui volando a buscar al médico y le expliqué lo que había pasado. Le tomó el pulso, la revisó y le hicimos un inyectable”, contaría la enfermera. A la mañana siguiente, poco después de las 11, Eva Perón abrió los ojos por última vez, miró a su mucama Hilda Cabrera de Ferrari y le dijo: “Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar”. Fueron sus últimas palabras. Cinco horas después entró en coma.

El pulso de Eva Perón se fue haciendo cada vez más débil hasta que pasadas las ocho de la noche –la hora oficial de su muerte quedará fijada en las 20:25– se apagó definitivamente. El encargado de comprobarlo fue el doctor Ricardo Finochietto. Cuando el médico confirmó la muerte, Perón lloró. “Se puso a llorar como un niño y llegó a decirme: ‘¡Qué sólo me quedo, María Eugenia!’”, recordó la enfermera Álvarez muchos años después.

 

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